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Una pesadilla al despertar desasosegante, dramática por lo anunciante y vigorosa. Tuve que comentarla repetidas veces, verbalizarla, para que fuera aligerándose la opresión invasora. Era un sentir global, que tenía en el corazón y su periferia el foco de expansión, una dolencia globalizadora.
Esa mañana se gestaría un viaje y una salida de la ciudad al campo, algo previsible pero no decidido hasta que una llamada de teléfono entrara en la rutina como reactivo.
Del agobio inaugural al dulzor de las primeras cerezas de la temporada a última hora de la tarde-noche, tan frescas sobre el árbol maduro en el Valle del Jerte. De la angustia al vértigo pasando por la caída y el aplastamiento. Lo que viviera en sueño se iba a reproducir en la bajada de la escalera de piedra, y los brazos ocupados en sostener la dulzura roja.
Qué forma más real y dolorosa de comprender y relacionar una historia que siempre vinculará para mí a Cuenca con El Torno, de Cáceres, para más señas.
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